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Finca Amália: la casa del ciclista y del café con alma

Hay lugares donde el tiempo se toma su propio ritmo, donde la montaña se despierta con aroma a historia y el café no se sirve, sino que se comparte. Uno de esos lugares es la Finca Amalia, también conocida como La Casa del Ciclista, un rincón escondido en las alturas de Jericó, Antioquia, donde la tradición cafetera, la diversidad agrícola y la calidez humana se entrelazan en cada sendero.

 Una finca con raíz y corazón

Fundada en 1888 por Amalia Madriñán, esta finca tiene un lugar privilegiado en la historia cafetera del país: fue la tercera finca en Colombia que comenzó a exportar café. Décadas más tarde, ese legado sería abrazado por la llegada de la familia Gallego, con el abuelo Francisco Luis Gallego, cariñosamente conocido como don Kiko, y su esposa Lola Gallego, quienes imprimieron carácter, continuidad y amor a la tierra. Desde entonces, la finca ha sido un puente entre generaciones, saberes y maneras de habitar el café.

Hoy, en sus cinco hectáreas activas, se conserva un legado de más de 110 años de tradición, sostenido por manos campesinas, memorias compartidas y un profundo respeto por la tierra.

La historia aquí no está colgada en las paredes: se camina, se siembra y se sirve en taza.

 

Más que café: un sistema de vida

 En La Amalia no solo crece café. También florecen el aguacate, la papaya, el plátano, los limones, las naranjas y las ciruelas criollas. Pero la riqueza no se detiene ahí: chirimoya, cidra, gulupa y frijol completan un paisaje agroecológico diverso que alimenta a quienes viven en la finca y a quienes la visitan.

Esta diversidad no solo fortalece la soberanía alimentaria, sino que también aporta matices frutales, dulces y cítricos al café de origen que lleva el nombre de la finca. Porque en La Amalia, cada taza tiene algo de esta tierra: una insinuación de frutas, un recuerdo del bosque, un eco del trabajo diario.

Café de origen: entre sombra, altura y tradición

Aquí, el café se cultiva bajo la sombra de plátanos, una técnica que protege los suelos, regula la humedad y crea microclimas ideales para el desarrollo del grano. La variedad predominante es la Castillo Rosario, reconocida por su resistencia y su perfil sensorial complejo, ideal para cafés de especialidad.

Los suelos, por su parte, son nutridos de manera consciente y respetuosa: se utilizan abonos naturales como pulpa de café, boñiga de caballo, gallinaza, y compostaje elaborado en la misma finca, además de bio preparados que fortalecen las plantas, activan los suelos y repelen naturalmente plagas y enfermedades. Se trata de una agricultura viva, que entiende el equilibrio como la base de todo.

Es un café que no solo sabe bien, sino que se cultiva con ética, memoria y gratitud.

La cata: un ritual de aromas

Uno de los momentos más especiales en la visita a la finca es la cata de aromas. Te enseñan a percibir las notas del café como si fueran aceites esenciales: frutos rojos, achocolatado, caramelo, frutos secos y tonos cítricos. Aprendes que el café también se puede sentir desde el olfato, y que su aroma guarda la historia del suelo, del grano, del cuidado y del tiempo.

Es un ejercicio sensorial que despierta la memoria, la imaginación y el asombro. Porque en el aroma también vive la esencia.

El anfitrión que te recibe.

Dairon, el anfitrión actual de la finca, es un caminante de mundo y un cuidador de memorias. Con él no solo recorres los cafetales, sino también otras épocas, otros saberes, otras formas de ver la vida. Sus relatos, entre sorbos de café, se entrelazan con las voces del territorio, con los recuerdos de la infancia campesina, con los aprendizajes de una vida dedicada a observar y escuchar.

En cada conversación surgen saberes profundos, historias que no se olvidan, secretos del campo, anécdotas de caminos recorridos. Conversar aquí es un arte lento, donde el tiempo se detiene para dar espacio a la palabra viva.

Y en este pequeño valle del suroeste antioqueño, siempre hay café sobre la mesa, y eso no es metáfora. Es costumbre, es gesto, es símbolo. Aquí el café no se da, se ofrece con cariño. Porque servirlo es una forma de invitarte a quedarte, a conversar, a pertenecer.


Altura, clima y armonía


Ubicada a 1.890 metros sobre el nivel del mar, la finca se encuentra en un punto privilegiado para el cultivo de café de especialidad. Las temperaturas oscilan entre los 12 grados en la noche y los 24 grados al mediodía, creando un microclima ideal que, junto al cultivo bajo sombra, la biodiversidad circundante, el uso de bioinsumos y el manejo consciente del suelo, da como resultado un grano con carácter, armonía y un alma profundamente arraigada en su territorio.

Un viaje al origen

Visitar la finca Amalia es mucho más que conocer una finca cafetera. Es regresar al origen, no solo del café, sino de valores que se están perdiendo: el respeto por la tierra, la lentitud de lo bien hecho, la conversación pausada, el trabajo con sentido.

Es reencontrarse con la idea de que el mundo puede cambiar a partir de un cafecito compartido, una palabra sabia en el momento justo, o una historia que permanece en el alma.

Es, simplemente, sentir que estás en casa… aunque estés de paso.

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